viernes, 22 de julio de 2011

Tensiones y continuidades en la historicidad de la negritud:Aimé Césaire ante Frantz Fanon


  • El presente ensayo fue publicado en: Oliva, Elena; Stecher, Lucía; Zapata, Claudia (editoras): Aimé Césaire desde América Latina. Diálogos con el poeta de la Negritud. Ediciones Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile. Santiago. Págs. 79 - 96. 2011

Introducción

La negritud no es un concepto único, si lo entendemos como la vindicación de la condición humana del negro desde sí mismo, enfrentado a la discriminación y explotación blanca en un contexto colonial. En esos términos, la negritud tiene en el Caribe más de un autor. En la región encontramos a figuras como el jamaicano Marcus Garvey (1877–1944), que reivindica a través de la “Asociación Universal para el Mejoramiento de los Negros” –en 1914– la “grandeza” de la historia de la civilización negra frente al mundo occidental –y blanco-, y apuesta a que la identidad negra y sus valores culturales sean una fuente de orgullo para los negros de las Antillas y de América. Garvey impulsa un movimiento político y social que auspicia el retorno a África de la población negra americana, lo que para él involucra un regreso a la tierra ancestral, en donde puede y debe reinar la justicia perdida con la esclavitud. En Haití, el médico, escritor y etnógrafo Jean Price–Mars (1876–1979) señala al negro como un individuo portador de una historia y una cultura propia, contrapuesta a la cultura blanca. En el contexto de la ocupación norteamericana de Haití (1915–1934) escribe Ainsi parla l'oncle (Así habló el tío, 1928), ensayo en el que estudia los fundamentos históricos y etnográficos de la cultura haitiana. Price–Mars afirma sobre todo que los haitianos no son franceses de color, sino una comunidad portadora de una doble herencia: francesa y africana. El haitiano es un intelectual, más que un agitador político. Sin embargo, desde esa condición sistemáticamente demandó a sus compatriotas que asumiesen su herencia africana, de la que la oligarquía local siempre renegó (López 65-73). Sus postulados fueron respaldados por escritores y poetas agrupados en La Revue Indigène [La revista indígena], entre ellos el poeta Jacques Roumain (fundador del Partido Comunista Haitiano), quien canalizará en un sentido más político la defensa cultural del negro, asociándola con la confrontación radical de toda comunidad oprimida por el capitalismo.
La negritud de Garvey, Price–Mars y Roumain es parte constitutiva de una reflexión más o menos colectiva de una comunidad de individuos del Caribe que a inicios del siglo XX viven las circunstancias de una ya larga discriminación social, política y cultural a partir del color de su piel. Esta reflexión propone enfrentar la discriminación racial desde el reconocimiento de una identidad negra, descontaminada de la cultura “occidental–blanca”. Para ello postula la apropiación de las raíces africanas de los negros del Caribe como un componente determinante en la recreación de su identidad y su confrontación con el blanco. Tiene también una intencionalidad política, porque la discriminación forma parte de las estructuras de dominación, colonial o post colonial. En ese sentido, la negritud busca ser un discurso anti-colonial. Las colonias francesas de Martinica y Guadalupe también se ubican en el período en el centro de esta reflexión. Son colonias, su población es predominantemente negra, la discriminación racial es parte de los instrumentos de dominación de la metrópoli, y tal como acontece en Jamaica y Haití cuentan con una comunidad de individuos que reflexionan acerca de su realidad. La figura más descollante de esta comunidad es el martiniqueño Aimé Césaire. Él será quien finalmente acuñe el concepto de negritud tal como hasta hoy es comprendido. Sin embargo, la práctica del concepto de Césaire no estará exenta de crítica, la que provendrá de otro martiniqueño, Frantz Fanon. En algún momento Fanon, como discípulo de Césaire, suscribió la negritud, sin embargo los caminos y las experiencias de cada uno serán distintos. Cada cual debió reescribir con sus prácticas un discurso que requirió adaptarse a realidades nuevas, distintas a las que le dieron origen en la primera mitad del siglo XX, cuando posiblemente ambos martiniqueños estaban de acuerdo.
Circunstancias coloniales de una negritud singular
Las islas de Martinica y Guadalupe son colonias francesas desde el siglo XVII. Ambas son tempranamente espacios destinados al cultivo de caña de azúcar, lo que conlleva la importación forzada de grandes contingentes de africanos para laborar, bajo régimen de esclavitud, en las plantaciones cañeras. A consecuencia de ello, en las dos islas la población será predominantemente negra y esclava. En el contexto de la Revolución de 1848, Francia abolió la esclavitud en sus colonias antillanas. A partir de ese momento sus habitantes también recibieron la nacionalidad francesa y el derecho de cada colonia a tener una representación en la Asamblea Nacional de Francia. Seguramente fueron las circunstancias radicales del movimiento revolucionario que entonces acontecía en la metrópoli lo que determinó tal generosidad. A partir de entonces, los nuevos ciudadanos iniciaron un proceso en el que poco a poco fueron ocupando ciertos espacios (limitados, por cierto) en la administración de sus territorios, así como distintos puestos en la administración de las colonias francesas en África. Gradualmente se constituyó así un sector social mesocrático negro en ambos territorios.
No obstante, este proceso no significó para sus habitantes el fin de la discriminación racial sobre la que se había construido el régimen esclavista abolido. Al contrario, dicha discriminación se sostuvo, se reelaboró y devino más compleja, conforme la expansión colonial francesa se incrementaba en África a lo largo del siglo XIX, y también a medida que en Europa se extendía un potente debate acerca de la nación, en donde lo “racial” constituía uno de sus componentes relevantes. A modo de ejemplo, casi coincidiendo con la abolición de la esclavitud en las Antillas, se difundieron en Francia las tesis de Joseph Arthur de Gobineau, enunciadas en su Essai sur l'inégalité des races humaines [Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas] publicado entre 1853 y 1855. Dichas tesis se orientaban a fundamentar la superioridad de la “civilización” y la “raza” blanca europea (pura, pero susceptible de ser mezclada), frente al carácter inferior de las razas “negra” y “amarilla”. En términos similares se expresaba hacia 1871 Ernest Renan, quien proclamaba como “raza” de amos, guerreros y conquistadores a los blancos europeos, mientras que a la “raza” china le adjudicaba una vocación de obreros manufactureros, y a la “raza” negra, la de labradores de la tierra. Ambas requerían de la guía y administración de la “raza” blanca, en beneficio de ellas. Estas ideas eran parte de una discusión de escala europea acerca de la manera cómo se conformaban las naciones en el viejo continente, pero también eran funcionales a los procesos de expansión colonial francesa sobre África y Asia.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, los efectos de estos discursos los sufrieron sobre todo los pueblos de África y Asia, en el contexto de la expansión del colonialismo francés y europeo. Sin embargo, los nuevos ciudadanos franceses de las Antillas también estuvieron sujetos a una discriminación asociada a estos discursos. No solo vieron limitado el acceso a la gestión local de sus territorios conforme lo establecían normativas específicas francesas, que reservaban a los metropolitanos los puestos claves de la gestión de las colonias. La discriminación involucró también grados relevantes de paternalismo de parte de los blancos, que se expresaron en la incorporación de percepciones entre la población negra de que su movilidad y ascensión social y cultural se vinculaba con el grado en que integraban a su conducta maneras y educación francesa (y obviamente blanca). En otras palabras, se instaló entre la mayoría de la población negra la idea de que para ser efectivamente un francés “civilizado”, era necesario “blanquearse” culturalmente para legitimarse ante una Francia “generosa” y “civilizada”.
No obstante, el hecho de que los antillanos fueran ciudadanos franceses introdujo un ingrediente especial en la evolución de esta cultura de “blanqueamiento”. Estos ciudadanos con derechos limitados transformaron en una reivindicación el ejercicio pleno de esos derechos, tal como correspondía a cualquier ciudadano de la metrópoli. A ello contribuyó el ir y venir de antillanos a Francia, en función de educarse, para cumplir el servicio militar, para ser parte de la administración colonial francesa en África, o por simple emigración en función de mejores expectativas de vida. Este flujo llevó también a que los antillanos, al regresar a sus territorios, importaran formas de organización social, sindical y política propias de Francia. Dentro de estas organizaciones –muchas veces filiales de organizaciones metropolitanas- la exigencia de una ciudadanía efectiva y plena fue casi siempre un componente ineludible de sus demandas.
De esta forma, a inicios del siglo XX, tanto en Martinica como en Guadalupe, un conjunto de organizaciones políticas y sociales reclamaron la departamentalización de sus territorios. La departamentalización significaría la plena vigencia de las leyes y normas propias de un Departamento francés, conforme a la estructura político-administrativa de Francia, el fin del estatus colonial de las islas, y el pleno ejercicio de la ciudadanía para sus habitantes. Era la manera de acceder a la igualdad de derechos, el consecuente fin de la discriminación y el efectivo y total acceso a la administración de las islas. Esta reivindicación, que rápidamente fue adoptada por la mayoría de la población de las islas, se enfrentó, a lo largo de la primera mitad del siglo, a la oposición sistemática de la metrópoli, que en ocasiones llegó a reprimir por la fuerza a los manifestantes por la departamentalización.
Sin embargo, paralelamente al desarrollo de esta demanda, acontecía un nuevo fenómeno en el ámbito cultural. El flujo migracional de estudiantes antillanos a Francia llevó al encuentro de algunos –entre ellos el martiniqueño Aimé Césaire– con estudiantes africanos. De dicho encuentro surgió un debate acerca de la discriminación, la desigualdad y el colonialismo. Estos debates, más que ser un intercambio de criterios abiertamente políticos, se desplegaron dentro del ámbito de la historia, la literatura y el vínculo común que compartían los distintos interlocutores: todos eran negros.
La negritud al fin
Aimé Césaire es un joven martiniqueño que desembarca en París en 1931 para completar sus estudios secundarios y –a partir de 1934– ser alumno de la Escuela Normal Superior. Ese año también entra en contacto con un grupo de estudiantes antillanos y africanos; entre ellos, los poetas Léon Gontran Damas, de Guyana; Guy Tirolien, de Guadalupe; y el poeta senegalés Léopold Sédar Senghor. Comparten la percepción de ser discriminados, y sobre todo la de ser parte de una vasta comunidad negra, aún alienada por la cultura blanca, y que sin embargo es portadora de una identidad que se asocia a su historia y a valores culturales propios. Esta sensibilidad los moviliza, los lleva a debatir desde sus distintas experiencias la condición humana del negro. Juntos también fundan en 1934 la revista l´Étudiant noir. En ella Aimé Césaire enuncia el concepto de negritud. También le corresponde a Césaire profundizar dicho concepto al escribir en 1939 Cuaderno de un retorno al país natal, poema en donde presenta a la negritud como la idea que debe estructurar y canalizar la ruptura del negro con la discriminación y el encuentro con su cultura, distinta a la occidental:
oh amistosa luz
oh fresca fuente de la luz
los que no han inventado ni la pólvora ni la brújula
los que nunca han sabido domar ni el vapor
ni la electricidad
los que no han explorado ni los mares ni el cielo
pero sin los cuales la tierra no sería la tierra
corcova tanto más bienhechora cuanto que la tierra
abandona más a la tierra
silo donde se preserva y madura lo que la tierra tiene de
más tierra
mi negritud no es una piedra cuya sordera arremete
contra el clamor del día
mi negritud no es una mancha de agua muerta
en el ojo muerto de la tierra
mi negritud no es una torre ni una catedral
se zambulle en la carne roja del suelo
se zambulle en la carne ardiente del cielo
agujerea el agobio opaco de su erguida paciencia.

¡Eiá para el Kailcedrato real!
Eiá para los que nunca han inventado nada
para los que nunca han explorado nada
para los que nunca han domado nada (94, 96).
Es cierto que la negritud que Césaire enuncia en Cuaderno de un retorno al país natal no es una formulación necesariamente precisa o evidente. Sus versos apelan a la diferencia, a la no pertenencia a un “Occidente” blanco, creador –no lo desconoce–, pero también dominador. Al mismo tiempo se identifica con una visión casi inocente de un mundo que quiere ser el propio, asociado a la tierra, a la naturaleza, y en el que el autor se sumerge como un elemento más, para finalmente rendir homenaje a quienes son parte de esa tierra y sobre todo de un futuro pendiente de construir, pero que no tiene que ver con aquel “Occidente” creador y opresor. Su negritud interpreta de forma lírica la identidad de esa vasta comunidad de personas definidas por los blancos como negros, y que se localizan en París, pero también en África, en el Caribe, en Norteamérica y en Latinoamérica. Ella quiere ser la intérprete de una nueva visión de esta comunidad, que debe ser construida por ella misma. Su negritud denuncia y rechaza la asimilación cultural, el “blanqueamiento”, la imagen del negro pasivo, incapaz de poseer y crear una civilización. Convoca a conocer y difundir entre los negros la grandeza de la historia de su civilización frente al mundo occidental, y sobre todo apuesta a que la identidad negra y el conjunto de valores culturales del mundo negro, sea una fuente de orgullo para sus portadores. La negritud del martiniqueño no es así un programa político. Es sobre todo una apelación a descubrir una identidad que contiene valores hasta entonces negados u ocultos, que pueden y deben oponerse a la cultura blanca “occidental”, pero que tienen un valor en sí mismos. En el ámbito de las manifestaciones culturales de raíz negra de entonces, especialmente entre poetas, escritores y artistas, el concepto enunciado por Aimé Césaire se constituye en un referente determinante.
Por otra parte, la negritud de Césaire está antecedida por los planteamientos que han hecho Marcus Garvey y Jean Price–Mars, entre otros. Pero ambos lo han hecho en circunstancias distintas, y con un eco a veces restringido. Césaire, a diferencia de ellos, se encuentra en el lugar y en el momento preciso para que su concepto tenga una vasta difusión y aceptación. Pero además la propagación de la negritud de Césaire se explica porque es un concepto plástico. Da cuenta de un diagnóstico y hace una propuesta en general aceptada por la intelectualidad negra de entonces: la existencia de una antigua pero vigente asimilación cultural, a la que se debe oponer el reconocimiento de una aún más antigua cultura negra. El diagnóstico y la propuesta del concepto adquieren una validez que no se ubica en un polo específico, que no sea la comunidad negra y su cultura, donde sea que se encuentre. ¿Podía no ser seductora una propuesta de vindicación de la cultura del negro que no involucraba más que reconocerse?
A punto de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, Césaire retorna a Martinica. Sin embargo, la guerra llega también a las Antillas con el régimen de Vichy. Bajo el nuevo gobierno toda forma de participación dentro de los gobiernos locales de Martinica y Guadalupe desaparece. Clandestinos, los partidos políticos antillanos adhieren al gobierno en el exilio del General De Gaulle, exigiendo, eso sí, con el retorno de la República, la definitiva departamentalización de las colonias. De Gaulle lo acepta. Césaire, producto de la represión del régimen, opta en 1944 por residir en Haití.
Finalmente, en 1945 Césaire es elegido Alcalde de Fort de France (capital de Martinica) y diputado ante la Asamblea Nacional por el Partido Comunista Francés. Es él quien presenta la ley para la departamentalización de Martinica, Guadalupe, Guyana y la isla de la Reunión en 1946. La ley es aprobada ese año. Parece que al fin los ciudadanos de las Antillas podrán serlo a cabalidad.
Las máscaras de la negritud
Al poco tiempo de su implantación, para buena parte de los antillanos es evidente que la departamentalización no había llegado tal y como había sido su aspiración. La ley que la estableció exigía un reglamento de aplicación. Dicho reglamento en la práctica definió que la departamentalización de las Antillas se efectuara de manera gradual. Caso a caso, las nuevas y viejas leyes y reglamentaciones, de ejecución inmediata en la Francia metropolitana, necesitaran normativas especiales para su aplicación en los nuevos Departamentos Franceses de Ultramar. Por otra parte, también resulta evidente que el paternalismo francés y la discriminación subyacente en él siguen siendo la base subjetiva (y colonial) del relacionamiento entre blancos y negros.
Desde lejos, acompañan la decepción que embarga a los antillanos, la represión que sufren por parte de Francia los nacientes movimientos de liberación nacional en África negra, además de los que se desarrollan en Argelia y Viet-Nam. Sin embargo, esta lejanía es sólo geográfica. Parte de la comunidad intelectual de las Antillas que ha abrazado la negritud se siente convocada no sólo a solidarizar con estos movimientos. También vincula su sentimiento de decepción ante la nueva realidad de las Antillas con las luchas anti coloniales que se desarrollan del otro lado de Atlántico. El ejemplo más evidente de esta convergencia la encontramos en el martiniqueño Frantz Fanon.
Fanon, siendo niño, ha sido alumno de Aimé Césaire. En Francia participa en la resistencia contra la ocupación alemana. A partir de 1945 estudia medicina en Lyon. Aunque la mayor parte de su vida no reside en Martinica, su primer ensayo Piel Negra, Máscaras Blancas, publicado en 1952, refiere a ella y a sus circunstancias coloniales, no obstante la departamentalización. Al inicio de su ensayo se interroga acerca del objetivo de su raza, y se responde: “No buscamos otra cosa, nada menos, que liberar al hombre de color de sí mismo”, para luego agregar, “El blanco está encerrado en su blancura (…) El negro en su negrura (…) …hay negros que quieren demostrar a los blancos, cueste lo que cueste, la riqueza de su pensamiento, la igual potencia de su espíritu (…) ¿Cómo salir de este círculo?” (Piel negra… 8-10). Este dilema atraviesa su ensayo, y para intentar resolverlo diseccionará parte de la sociedad martiniqueña, en gran medida desde sus propias vivencias y percepciones.
Fanon escoge en primer lugar el dilema del lenguaje en Martinica. Un dilema acerca del cual Césaire hasta entonces no ha hecho sino referencias indirectas. Para Fanon, si algo pone en evidencia la existencia del creole (el idioma que hablan los negros de las Antillas) es la presencia entre los habitantes de las Antillas de un doble discurso respecto a su búsqueda de un espacio social que los reconozca: se expresa en francés ante el blanco y aún ante ciertos antillanos, como una manera de buscar una paridad cultural a través de un idioma que le ha sido inducido como expresión de “civilización”. Sin embargo, en su vida más cotidiana se expresa en creole, y por su intermedio pone de manifiesto su diferencia con “el otro” occidental, así como la fuerza de su cultura, capaz de generar un idioma distinto al del colonizador. Pero en 1952 no es evidente que esto último sea percibido así. Al contrario, prima entre los habitantes de las Antillas la búsqueda de una legitimización social donde el blanco y su idioma es la medida de lo civilizado. Sin embargo, para Fanon no es éste el dilema mayor. Más grave le parece que aún desde el idioma del colonizador, el negro es tratado despectivamente. El idioma francés es un componente más de la discriminación principalmente por el tono y la forma que debe asumir el negro cuando se expresa en francés ante un blanco. “Si -señala-, al negro se le pide que sea un buen negro; establecido esto, todo lo demás viene solo. Hacerle hablar “negrito” supone adherirlo a la imagen que de él se tiene, untarlo de negro charol, aprisionarlo, hacer de él la víctima eterna de una esencia, de un aparecer del cual él no es responsable” (Piel negra… 29, énfasis en el original). Este dilema no está resuelto para Fanon. Más que la valorización de la existencia de un idioma propio, el creole, el martiniqueño denuncia y ataca el uso diferenciado que hacen el blanco y el negro del francés, que no obstante ser el puente común de comunicación, está impregnado del desprecio del blanco hacia el negro, desprecio que finalmente termina impregnando al negro.
A lo largo de su ensayo Fanon trasunta rabia, y hasta impotencia, ante la discriminación que sufre su pueblo y él mismo: “‘¡Cochino negro!” o, simplemente, “¡Mira, un negro!” (…) Yo llagaba al mundo ansioso de encontrar un sentido a las cosas, mi alma henchida del deseo de estar en el origen del mundo, y hete aquí que yo me descubría objeto en medio de otros objetos” (Piel negra… 90). Fanon siente angustia y quiere salir de ella, quiere encontrar una alternativa que le devuelva su dignidad. Pero su experiencia solo le reafirma que es un individuo que por su color de piel está cosificado ante el blanco. Por ello, casi hablándose a sí mismo, dice: “…decidí afirmarme en tanto que NEGRO. En vista de que el otro dudaba en reconocerme sólo me quedaba una solución: hacerme conocer” (Piel negra… 95).
La conciencia de su condición de negro necesariamente discriminado no lo lleva, sin embargo, a situarse al lado de los demás discriminados (que no sean los de su raza). Polemizando con Jean Paul Sartre, piensa en las circunstancias extremas de discriminación y sufrimiento vividos por los judíos en el curso de la Segunda Guerra Mundial. Pero afirma, el judío no es integralmente lo que es. Él sí lo es: “Estoy sobre-determinado desde el exterior. No soy el esclavo de la ‘idea’ que los otros tienen de mí, sino de mi parecer” (Ibíd.). Pero, ¿cómo entonces reafirmarse en tanto que negro? Fanon evoca entonces los poemas de Césaire en Cuaderno de un retorno al país natal, y con ellos siente “enrojecer de sangre” (Piel negra… 103). Se siente interpretado por la negritud, que lo invita libremente a escarbar en sus orígenes africanos.
No obstante, al final de su ensayo, vuelve a sí mismo. No reniega de la negritud, pero termina por situarse entre y desde los negros explotados, más allá del color del que los explota. Desde ellos y con ellos convoca al combate en nombre de los sufrimientos más elementales y dramáticos: la explotación, la miseria, el hambre. Su condición humana, aquella que ha descubierto a través de su experiencia y desde la negritud, es la que mueve su convocatoria. Su postura final trasunta sobre todo humanismo. Termina entonces haciendo una pregunta que es la respuesta a su angustia inicial: “¿Acaso no me ha sido dada mi libertad para edificar el mundo del Tu?” (Piel negra… 192).
Césaire revolucionario
Dos años antes de la publicación de Fanon, Césaire ha publicado un ensayo de tono similar: Discurso sobre el colonialismo. Césaire está conmocionado ante la fuerza que alcanzan entonces los movimientos de liberación nacional de África, así como los de Argelia y Viet-Nam. También lo indignan las acciones represivas de Francia a estos movimientos. Pero, ¿cómo expresará esta conmoción y esta indignación: como negro, como antillano o como francés?
En su ensayo Césaire ataca el cinismo, el doble estándar de la “civilización occidental”, que ubica muy especialmente en Europa. No cuestiona, aparentemente, su “civilización”, en términos de su aporte cultural. Europa es, a su entender “…un cruce de caminos;…el lugar geométrico de todas las ideas, el receptáculo de todas las filosofías, el lugar de acogida de todos los sentimientos,…el mejor distribuidor de energía” (Discours sur le colonialisme[1] 10). Sin embargo, le critica no haber resuelto los problemas del proletariado y los del colonialismo. Esto último parece ser clave en su texto. Césaire habla aparentemente como colonizado, como víctima, como un antillano que sitúa su espacio de vida y su condición de dependencia a la misma altura de Indochina, Madagascar y África continental. Desde esa posición percibe a la colonización en función de la “descivilización” del colonizado. Función que tiene como efecto su degradación. Hasta cierto punto ello es coherente con su concepto de negritud. Ésta quiere vindicar la historia y la cultura del negro, y su capacidad de construir o recrear un futuro que sea expresión de “su” civilización. Sin embargo, Césaire, casi con vergüenza de francés, desglosa las construcciones discriminadoras y racistas que sostienen al colonialismo, el mismo que hasta 1946 ha oprimido a Martinica. A partir de Renan, describe cómo desde la propia Europa se elaboran los discursos que la sitúan como una comunidad racialmente superior, llamada a someter a pueblos necesariamente inferiores de Asia y África. Y se pregunta: ¿Quién protesta ante estas ideas? “…ningún escritor autorizado, ningún académico, ningún predicador, ningún político, ningún cruzado del derecho y la religión, ningún ‘defensor del ser humano’” (Discours sur le colonialisme 17). Su pregunta -es inevitable pensar de otra manera- es un llamado a la intelectualidad francesa, de la que al parecer se siente parte. No encuentra entonces respuesta. De allí que su conclusión sea que una nación que coloniza, que justifica la colonización, es una civilización enferma, que puede terminar negándose a sí misma. Hitler ya ha sido entonces un ejemplo de ello (Discours sur le colonialisme 18).
Césaire en su ensayo abunda en ejemplos, preferentemente franceses, de violencia y devastación en la conquista colonial. Por ello reitera que la colonización deshumaniza al hombre más civilizado, que la conquista colonial basada en el desprecio del “nativo”, tiende a modificar invariablemente al conquistador, quien para darse buena conciencia se acostumbra a ver en “el otro” a la bestia, y tiende a transformarse él mismo en bestia (Discours sur le colonialisme 21). Por otra parte, Césaire también desarma los paradigmas de otra vertiente de los discursos colonialistas, que denomina la “buena conciencia” del conquistador. Dicha vertiente pretende valorar el aporte de la colonización entre los pueblos sometidos: progreso material, mejoría en la calidad de vida, desarrollo de infraestructura. Aunque crítica respecto a los métodos represivos para instaurar el colonialismo y someter a sus comunidades, la “buena conciencia” del conquistador apuesta al trato paternal del colonizado. En definitiva, apuesta a convencerlo de los beneficios civilizadores de los recién llegados. Sin embargo, al momento de refutar esta visión, Césaire recurre a una personal interpretación de la historia de las sociedades sometidas. Idealizándolas, plantea que “Eran sociedades comunitarias, nunca de todos para algunos pocos. (…) Eran sociedades no sólo antecapitalistas,… sino también anti-capitalistas. (…) Eran sociedades democráticas, siempre. (…) Eran sociedades cooperativas, sociedades fraternales (Discours sur le colonialisme 25, énfasis en el original). En rigor, Césaire sabe que ello no era así. Sabe que el mundo colonial es sumamente complejo, y que encierra desigualdades. ¿Acaso ya no lo ha dicho Fanon? Al mismo tiempo, casi en contradicción con lo anteriormente dicho, Césaire apela a la búsqueda del progreso entre los pueblos sometidos por el colonialismo, progreso que sitúa dentro de parámetros europeos, a lo menos en lo que refiere a la materialidad de esta búsqueda: escuelas, caminos, puertos. Más aún, plantea que esas son las demandas de los colonizados, y que por tanto estos van hacia delante, en busca de esa civilización que Europa les niega (Discours sur le colonialsime 28).
En su Discurso sobre el colonialismo Césaire critica una amplia gama de discursos europeos, y muy especialmente franceses, que buscan legitimar el colonialismo desde su perspectiva más devastadora; aquella que basa la conquista colonial en la superioridad del blanco europeo sobre el resto del mundo. Incluso critica sus variables más benignas, o aquellas que desde una perspectiva antropológica, justifican el colonialismo apelando al buen trato y la igualdad jurídica entre conquistador y conquistado. Sin embargo, se tiene la impresión de que siempre, o casi siempre, Césaire lo hace sumido en una contradicción en donde se cruzan su condición de francés, antillano y negro. Ello parece colocarlo a mitad de camino entre lo racialmente “superior” y lo “inferior”, en términos de sentirse tributario de la cultura francesa, y de cierta mirada ubicada en la “ciudad letrada” francesa. Parece querer proteger a Francia y a sus referentes más sagrados (o que él entiende como sagrados): la libertad, la igualdad, la fraternidad, referentes que deberían proyectarse sobre los espacios conquistados; que deberían ser defendidos por la comunidad intelectual francesa, por eso pregunta ¿quién protesta ante estas ideas? Sin embargo, Césaire no quiere ser un servidor de significaciones que no comparte. Es por ello que es su condición de negro identificado con la negritud, la que lo lleva a identificarse con sus iguales raciales de África. Por ello su Discurso sobre el colonialismo es –casi a pesar de él– un vehemente ataque al colonialismo, en donde intenta ubicarse como un negro más, como una víctima más, no obstante que las Antillas, el lugar donde se encuentran sus raíces, no forma parte de su crítica. De hecho, las Antillas solo aparecen mencionadas dos veces en su ensayo.
Quizás lo que aún no puede percibir Césaire en 1955 es que la convergencia suscitada de su encuentro parisino de 1931 con África –que se traducirá finalmente en su concepto de negritud– está tomando nuevas formas. El orgullo de ser negro, la apropiación identitaria de su historia, de su civilización y su capacidad de recrearla, sigue en 1955 cumpliendo una función liberadora, pero ajustada a un contexto nuevo, que ha visto aparecer los movimientos de liberación nacional en el imperio colonial francés. La negritud es complementaria a estos movimientos, los alimenta, pero ellos no se agotan en ella.
Cuando nace la negritud como discurso específico, reconocido y legitimado, aún no existen los movimientos de liberación nacional africanos. Las Antillas son aún colonias en su sentido más puro. Sin embargo, cuando Césaire publica su Discurso sobre el colonialismo, la rebelión del África negra está en marcha, y sin embargo, Martinica y Guadalupe son al fin (y a pesar de sus restricciones) Departamentos de Ultramar. Quizás por ello, más que la negritud, es Césaire quien se ve entrampado en una contradicción aparentemente insalvable. Posiblemente en 1934 la negritud se localiza, como propuesta cultural e identitaria que va a expresarse sobre todo a través de la poesía, en la periferia de la “ciudad letrada” francesa y en los bordes de la modernidad. Sin embargo, veinte años después, la departamentalización ha acercado al centro de la ciudad letrada a la negritud, de la mano de Césaire. Ello, empero, no quiere decir que la negritud pierda su autonomía. Césaire es quien la enuncia, y en el instante después de enunciarla, adquiere alas propias, y se va con quien quiera apropiarse de ella. Así lo hace Senghor, en el Senegal, y así también lo hace Fanon, en su Piel negra, máscaras blancas. Así, la fuerza liberadora de la negritud se encuentra en quienes hacen uso liberador de ella, en quienes la adaptan e integran a los nuevos movimientos anti–coloniales que aparecen a partir de 1945. Césaire intenta hacerlo. Su ensayo es un vehemente llamado a detener la brutalidad del colonialismo francés, pero también es una evidente declaración de que la realidad de Césaire ha cambiado, y que la adaptación que hace de “su” negritud proviene de esa convergencia tan contradictoria como real de ser negro, ser antillano y ser francés. No por gusto será diputado en la Asamblea Nacional durante cuarenta y ocho años, y alcalde de Fort de France durante cincuenta y seis años.
Frantz Fanon ante la negritud
La crítica de Fanon a la negritud no es la crítica a Aimé Césaire. Este último es el autor del concepto, pero como hemos dicho, el mismo se reproduce y adapta a la evolución de las circunstancias de las Antillas y de África. Por otra parte, el Fanon de 1952 no es el mismo de 1961, cuando escribe un nuevo ensayo: Los condenados de la tierra. En 1956, dos años después del inicio de la guerra de liberación nacional de Argelia, ha adherido a esa causa. Pasa a ser miembro de la redacción de El Moudjahid, órgano del Front de Libération Nationale (Frente de Liberación nacional, FLN) de Argelia. Es perseguido por las autoridades francesas. Hasta su muerte es un militante anti–colonialista que encuentra su espacio de acción en la lucha de Argelia por su independencia.
En Los condenados de la tierra, Fanon centra su atención en el colonizado africano. A éste lo presenta como un individuo con una historia y una cultura propia ­–y en ello sigue a Césaire- que debe oponerse al y a lo “occidental”. Desde esta oposición concibe la liberación de África del colonialismo. Pero además plantea la necesidad de un “hombre nuevo”, que debe nacer del propio proceso de liberación, emancipado de la alienación blanca. Su rechazo a lo “occidental” supone un rechazo a sus formulas de sociabilidad y de hacer política, en tanto éstas apelan más a la razón del colonizador y a la supremacía blanca, que a la opción de franca y radical ruptura que a su entender permea a los movimientos de liberación nacional africanos (Los condenados de la tierra 31, 38).
Aunque en la primera parte de Los condenados de la tierra Fanon reclama como legítimo derecho que los pueblos colonizados –sobre todo africanos- ejerzan la violencia para liberarse de sus metrópolis, de sus reflexiones y propuestas interesa sobre todo la disección que efectúa de los distintos procesos por los cuales el sometido se ve sujeto a la colonización de su cultura, de sus modos de vida, e incluso de su perspectiva liberadora. Si para Fanon es necesaria una ruptura política radical de las colonias con sus metrópolis, ella debe involucrar también una ruptura con la alienación cultural a la que está sujeto el colonizado. Es por eso que –siempre desde África– ataca no solo la explotación que ha sufrido ese continente. Ataca también la opción de simple relevo de parte de las élites negras que se constituyen en reemplazo del poder colonial, y que sin embargo sostienen y prolongan las desigualdades heredadas del colonialismo. La ruptura con el colonialismo tiene así para Fanon un carácter de liberación nacional, donde la nación ­–una cuestión que para 1961 está pendiente o en sus primeros asomos en el continente africano– debe asociarse a la creación de una conciencia ligada a la búsqueda de una opción igualitaria como parte de la construcción de cada una de ellas. Esta perspectiva, que para llevarse a efecto apela además a formas de organización y de perspectiva política propias de los años sesenta (crear conciencia, romper con la cultura colonial, combatir por la causa emancipadora, romper con los moldes burgueses) introduce un componente que en las Antillas nunca llega a estar presente, ni aún en la negritud: la construcción nacional.
Desde esta perspectiva, Fanon interpreta a la negritud como un componente del camino hacia la liberación nacional, pero que no lo agota:
“…los cantores de la negritud opusieron la vieja Europa a la Joven África, la razón fatigosa a la poesía, la lógica opresiva a la naturaleza piafante; por un lado rigidez, ceremonia, protocolo, escepticismo, por el otro ingenuidad, petulancia, libertad, hasta exuberancia. Pero también irresponsabilidad” (Los condenados de la tierra 194).
Para Fanon dicha irresponsabilidad radica en no vincular la cultura africana a la construcción de una cultura nacional. La negritud convierte a la comunidad africana en el referente cultural del mundo negro, y la lleva a incluir en ella a la diáspora negra. Ello degrada la historicidad de las comunidades negras, que tienen diferencias que no son circunstanciales, sino que forman parte de su evolución histórica, no obstante que se encuentren enlazadas y hagan causa común ante el colonialismo y la cultura blanca. De esta manera, la negritud, que una vez fuera un referente esencial para las comunidades negras en su búsqueda de identidad, es susceptible –en el entender de Fanon- de transformar en un callejón sin salida una identidad que no llega a cuajarse en un espacio geográfico y comunitario, en la medida que no da cuenta de las diferencias que existen entre cada comunidad, aún desde la perspectiva de su alienación colonial, y que puede incluso posponer el desarrollo de una cultura nacional al interior de cada una de esas comunidades, especialmente si están en lucha con el colonialismo (Los condenados de la tierra 196-197).
No obstante, la crítica de Fanon a la negritud, aunque relevante, no es agresiva con Césaire. Los dilemas que el rebelde martiniqueño está enfrentando se enmarcan dentro de los movimientos de liberación nacional africanos, en donde la cultura –a su entender- es un componente esencial a la hora de configurar naciones. Es la alienación cultural en África la que le interesa. Quizás en ese sentido, está polemizando con formas de negritud propias de ese continente, tributarias del concepto enunciado por Césaire, pero que están desarrollando un camino propio en las circunstancias de África de los años sesenta. De hecho, Fanon sobre todo arremete con agresividad en contra del “intelectual colonizado” africano; es decir, aquel individuo que asume una lectura “occidental” de la independencia de los pueblos de África, y que más que ir al encuentro de un “hombre nuevo” instala un discurso de “liberación” en la lógica del colonizador. El mundo en que se mueve Fanon en 1961 es muy distinto al de Césaire. Y Fanon parece estar consciente de ello.
Conclusión
En febrero de 1987, Aimé Césaire impartió una conferencia en la Florida International University, Miami. Allí señaló:
La Negritud, ante mis ojos, no es una filosofía. (…) La Negritud no es una metafísica. (…) La Negritud no es una pretenciosa concepción del universo. (…) Es una manera de vivir la historia en la historia: la historia de una comunidad donde la experiencia aparece, a decir verdad, singular con sus deportaciones de población, sus transferencias de hombres de un continente al otro (Discours sur la négritude 82).
De esta manera Césaire repetía una vez más una definición de la negritud amplia, flexible, tal y como (aunque no textualmente) la había enunciado en la década del treinta. Difícil pensar no suscribirla, aún hoy, por parte de cualquier negro que se sienta discriminado, y alienado por la cultura blanca.
Sin embargo, Césaire agregó también que la negritud era expresión de una “revuelta” contra el “reduccionismo europeo” En ese punto, quizás “su” negritud quedaba en entre dicho. Si la negritud se expresa a través de los hombres que la enarbolan y hacen uso de ella para fines liberadores de ese reduccionismo, Césaire había hecho de “su” negritud una contradicción insalvable al denunciar más como europeo reducido que como negro sublevado, el colonialismo en África a través de su Discurso sobre el colonialismo. Pero, ¿no era lógico que así le sucediera al Alcalde de Fort de France y diputado a la Asamblea Nacional de Francia? ¿Era posible otra posición desde el Departamento Francés de Ultramar de Martinica? Se tiene la impresión de que el dilema de Césaire ante la denuncia del colonialismo en África era entonces reflejo del dilema de la departamentalización. Ella era el instrumento para el fin del colonialismo en las Antillas. Y aunque en 1955 ésta aún no lo demostraba, la aspiración del los antillanos de alcanzar una efectiva igualdad se focalizaba exclusivamente en ésta. ¿Podía el alcalde de Fort de France pensar algo distinto?
También en su conferencia Césaire recordó el rol de fermento de la negritud en el contexto de las independencias africanas de los años sesenta. Y ciertamente, tenía razón. La negritud fue un canal para la toma de conciencia de parte de los africanos sobre su condición colonial. Que en algún momento se agotara como catalizador de esa toma de conciencia no es responsabilidad de ella ni de su autor. Simplemente África evolucionó hacia formas distintas de enfrentamiento al colonialismo, y desde el momento en que apareció la nación como camino y objetivo de la liberación, como referente cultural la negritud resultó insuficiente para enmarcar las naciones que debían nacer en África. Por eso Fanon había sido crítico con la negritud, aquella negritud asentada en África, pero no con Césaire. Él no era responsable de que su hija volara con alas propias.
Bibliografía
Césaire, Aimé. Cuaderno de un retorno al país natal. Trad. Agustí Bartra. Edición bilingüe. México D. F.: Ediciones ERA, 1969.
__________. Discours sur le colonialisme; suivi de Discours sur la Négritude. Paris : Éditions Présence Africaine, 1955 et 2004.
Fanon, Frantz. Los condenados de la tierra. México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1972.
__________. Piel Negra, Máscaras Blancas. Trad. Ángel Abad. Buenos Aires: Editorial Abraxas, 1973.
López Muñoz, Ricardo. “La élite decimonónica haitiana: su ‘afrancesamiento’". Anales del Caribe 11 (1991): 65-73.



[1]Todas las citas del Discours sur le colonialisme y del Discours sur la négritude, son traducciones mías.

viernes, 20 de mayo de 2011

Historia de Cuba


CONSUELO NARANJO OROVIO (COORDINADORA),Historia de Cuba. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Ediciones Doce Calles, 2009, 625 páginas. Publicado en Revista HISTORIA N° 43, vol. I, enero junio 2010: 271-282.

Bajo el título de Historia de Cuba nos encontramos ante lo que aparentemente es un manual de historia, pero no lo es. El libro, coordinado por la antropóloga e historiadora española Consuelo Naranjo Orovio, se divide en seis partes: población, economía, sociedad, política, ciencia y cultura y "Medio siglo de políticas económico-sociales en Cuba socialista". Reúne diecinueve ensayos (conectados por los períodos que analizan) de distintos académicos especialistas en Cuba, que abarcan la historia de la isla desde su ocupación colonial hasta el último período de la Revolución. Se trata, por lo tanto, de un libro que no obedece a una sola escritura. En él cada autor se adentra en aspectos polémicos de cada etapa y perspectiva que analiza, e invita a la discusión con lector.

La primera parte contiene dos ensayos: "Población libre y estratificación social, 1510-1770", del historiador Alejandro de la Fuente; y "Evolución de la población desde 1760 a la actualidad", de Consuelo Naranjo Orovio. Ambos autores refieren a los procesos de poblamiento de Cuba, las circunstancias que lo determinan y su incidencia en la conformación de las sociedades colonial e independiente. Ricos en información, invitan a la reflexión. Por ejemplo, que el encuentro entre los europeos y la población autóctona de Cuba significó para los segundos su casi desaparición física, pero sobre todo su exterminio cultural. Sus hábitos, su idioma, sus formas de vida y su religiosidad no sobreviven al proceso de asentamiento del español. No hay entonces en la isla procesos de transculturación entre europeos e indígenas. Es por ello que en el lento pero sostenido proceso de asentamiento y colonización, los españoles deben apropiarse del nuevo espacio que han conquistado en compañía de otros recién llegados que los acompañan: los negros esclavos. Por otra parte, si el proceso de asentamiento español va acompañado de la temprana demanda (y llegada) de esclavos, que siempre fue creciente -y quealcanza su cenit con el desarrollo de la plantación azucarera-, su presencia modifica notoriamente la composición y distribución étnica de una sociedad que desde sus orígenes se quiso hegemónicamente blanca. Son numerosas las medidas que hasta la independencia toma el poder colonial (el interno y el metropolitano) para controlar y llegado el momento reprimir a la población negra, fuera esta libre o esclava. Sin embargo, una de ellas, destacada por Consuelo Naranjo, adquiere a mi parecer una dimensión que va más allá de su intención de intervenir en la distribución étnica de la población cubana. En la primera mitad del siglo XIX, nuevas políticas respecto al incremento de población blanca se formulan y aplican, en procura de "blanquear" la isla. Para ello se auspició la emigración de colonos blancos, preferentemente españoles, católicos y que tuvieran alguna profesión. No se trataba de reemplazar a la población negra, sino de evitar su supremacía. Sin embargo, lo que resulta interesante en esta política (que se sostendrá de distintas formas a lo largo del siglo) es que en su momento fue auspiciada por la Sociedad Económica de Amigos del País, es decir, por una institución integrada en parte por los representantes de las élites criollas, aquellas que por entonces estaban en proceso de conformar la identidad nacional cubana. Si la iniciativa quiere contribuir a "blanquear" la isla (y desde la perspectiva metropolitana contribuir al control colonial, dado que privilegiaba a los emigrantes insulares), hay en ella una intención "civilizadora", en la lógica de Sarmiento, un deseo de auspiciar el "progreso" de la isla y de "civilizar" una sociedad que tiende a la "barbarie" (negra). Llama la atención esta visión sarmientiana que proyectaron para el desarrollo de Cuba grupos criollos que se encontraban en proceso de construir, parafraseando a Benedict Anderson, su "patria imaginada". Sería interesante saber cuánto de ella finalmente se alcanza a inicios del siglo XX, cuando Cuba alcanza su independencia. Además, De la Fuente y Naranjo analizan uno de los resultados relevantes de la emigración y asentamiento de blancos y negros: el surgimiento del mestizo o mulato. No obstante, su análisis nos lleva a pensar en que las categorías blanco, negro y mestizo (o mulato) requieren de una constante revisión, que en estos autores no parece evidente. Si las dos primeras categorías son generadas necesariamente desde un molde colonial (y blanco), ya en el siglo XX estos conceptos se vuelven más complejos. ¿Qué se engloba en cada uno de ellos cuando un nuevo marco de modernidad subordinada determina las "construcciones" raciales en Cuba? No se trata de cuestionarlos al punto de invalidarlos, sino de señalar que el mestizaje, la negritud y la noción de "blanco" aún restringido a los rasgos somáticos, en su desarrollo (que por lo demás, es también y necesariamente cultural) hace que sus fronteras sean cada vez más difusas.

La segunda parte de Historia de Cuba se introduce en su economía. Dos ensayos la abordan: "Economía, 1500-1700", de Alejandro de la Fuente, y "Evolución económica, 1700-1959", del historiador Antonio Santamaría García. Ambos trabajos aportan contundentes datos acerca del desarrollo económico de la isla y enfocan sus análisis a ciertos aspectos polémicos y poco tratados en la historia económica cubana. De la Fuente, por ejemplo, destaca la importancia de la ciudad y el puerto de La Habana para el desarrollo de la isla en sus primeros dos siglos como colonia. Ciertamente, no es posible explicarse cómo la isla se transforma en "la llave del Golfo" sin comprender la singularidad que adquiere su capital dentro del Caribe y América. El sistema de Flotas contribuye al desarrollo y preeminencia del puerto y su urbanización. Desde allí se generan todo tipo de servicios necesarios para el funcionamiento de este sistema de transporte, pero también se fomenta el desarrollo interior de la zona occidental de la isla, que pasa a abastecer a la ciudad con diversos productos, y que incluso permite la existencia de un excedente -particularmente productos ganaderos, como el cuero- que es exportado a España y hacia otras colonias de la región caribeña. Por su posición estratégica como punto de tránsito para las Flotas, porque alberga la principal urbe del Caribe, y porque esta despliega tempranamente un red comercial regional, La Habana se constituye tempranamente en un espacio de riqueza singular, que explica en parte la especificidad de su élite, que a inicios del siglo XIX, cuando la mayoría de las colonias se rebelen contra España, se conducirá de manera autónoma respecto a sus pares del continente. Por otra parte, siempre desde una perspectiva económica, Santamaría García va a dar cuenta de las circunstancias particulares del desarrollo de la isla en los últimos tres siglos. El autor nos plantea que si bien con el siglo XVIII desaparece el sistema de Flotas, la isla, y especialmente La Habana (y en menor medida Santiago de Cuba), sigue siendo un referente relevante dentro del comercio entre América y España. A ello contribuye la influencia de tres acontecimientos externos, que van a modificar y potenciar su desarrollo económico: la independencia de Estados Unidos (1776), la Revolución haitiana (1804) y la independencia de Hispanoamérica continental. El primero abre su mercado a los productos cubanos, sobre todo al café, tabaco y azúcar. El segundo favorece el traslado a Cuba de parte de los plantadores haitianos (blancos), que van a aportar capital y esclavos a nuevas plantaciones de azúcar y café (además, al menos por un tiempo, el azúcar cubano ocupará el mercado europeo que antes abastecía la colonia francesa de Haití). Finalmente, la independencia de Hispanoamérica significará para la isla la liberación de buena parte las restricciones comerciales y de gestión productiva que hasta entonces la metrópoli imponía al resto de sus dependencias. Respecto al siglo XIX, también el autor destaca el relevante desarrollo que adquiere la producción de azúcar como eje de la economía colonial de la isla. Un desarrollo que simultáneamente se apoya en mano de obra esclava y en un sostenido proceso de inversión de capital por parte de los plantadores, tanto en la modernización de los ingenios como en el desarrollo de la infraestructura de transporte, en especial de los ferrocarriles. Sin embargo, creemos que Santamaría García pasa por alto ciertas restricciones de este singular desarrollo económico cubano. Este autor fija como límites para el crecimiento de la economía de la isla los términos de su relación colonial con España; es decir, el monopolio que esta ejerce para las exportaciones del dulce y otros productos y sobre la importación de aquello que no producía la isla. Nos parece que ello solo es una parte de las razones por las que, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, y no obstante el empuje de la élite plantadora, la economía basada en la producción azucarera tiende a estancarse. Creemos que también dicho estancamiento está determinado por la existencia de la esclavitud. El esclavo de plantación tuvo siempre una productividad muy baja. Es cierto que durante cierto período esta mano de obra fue abundante y barata, pero conforme el plantador invertía en el mejoramiento técnico de la fabricación de azúcar (máquina a vapor) el esclavo no estuvo en capacidad (ni tuvo la voluntad) de seguir el ritmo productivo cada vez más acelerado que imponían las nuevas tecnologías. El esclavo, entendido como un componente esencial del proceso de creación de riqueza en la Cuba decimonónica, fue también el que limitó la creación de dicha riqueza. Finalmente, para el último tercio del siglo XIX Santamaría García destaca cómo se desarrolla un creciente flujo de capital extranjero, inglés y norteamericano, hacia las empresas ferrocarrileras y hacia los ingenios cubanos. Esto se refuerza con la ocupación norteamericana que termina la segunda guerra de independencia de Cuba (1898) y constituye un nuevo punto de partida para la dependencia económica de la isla. Para la economía cubana, ya no solo pasa a ser relevante el mercado norteamericano (que desplaza al inglés), sino también las inversiones de este país, que se extienden a partir de entonces hacia la industria azucarera y el banano.

Por último, Santamaría García se introduce en la historia económica del siglo XX cubano (aunque solo hasta 1959). Al respecto, llama la atención que si bien el autor no desea analizar este período solo desde la lógica de la dependencia de Cuba de Estados Unidos, si algo se desprende de su ensayo es la creciente y casi insalvable subordinación que la isla adquiere de su vecino del norte. En este sentido, no escapan a su interés las oscilaciones de la economía cubana conforme evolucionan los términos de su relación con Estados Unidos (tratados de reciprocidad, asignación de cuotas para el mercado azucarero norteamericano, etc.). Tampoco desconoce que el acontecer político y social cubano determina a Estados Unidos a condicionar su relación económica con la isla, como acontece en la crisis del 30 y el derrocamiento de la dictadura de Gerardo Machado. Finalmente, no obstante esta dependencia, que se construye a lo largo de casi cien años, el autor muestra y analiza, a nuestro juicio acertadamente, las complejidades internas de una economía que, pese a su subordinación, es altamente dinámica y demanda de capital, modernizaciones y reformas que la adapten a los cambios del mercado norteamericano. Resulta obvio, después de leer el ensayo, que la economía cubana se estructura alrededor de un producto (el azúcar), que compele a quienes disfrutan directamente de su riqueza a reformular constantemente las condiciones por las que es este el eje de la sustentabilidad de la isla. Sin embargo, se tiene la impresión de que el autor considera que esta era una deriva inevitable en la historia económica de Cuba, y que no había otra alternativa. En este sentido, se echan de menos en el ensayo referencias a las alternativas que se formularon en el curso de la historia cubana de la primera mitad del siglo XX. No es posible desconocer las reformas radicales que infructuosamente impulsó Antonio Guiteras en su breve paso por el denominado Gobierno de los cien días, tras la caída del dictador Machado. Junto con medidas sociales, Guiteras apuntó a la rebaja de precios de artículos de primera necesidad y a la intervención estatal de ciertas empresas norteamericanas. Es verdad que Guiteras es sobre todo un actor político, pero no es menos cierto que formaba parte de un movimiento que también apostaba a transformaciones relevantes en la economía cubana. Tampoco refiere Santamaría García al denominado "Programa del Moncada", enunciado por Fidel Castro en 1953, el que es un programa político, pero también ataca algunos problemas fundamentales de la economía cubana de entonces, entre ellos el problema de la tierra y el de la industrialización. Sin dudas, el autor quiere centrarse en la historia económica de Cuba, y en ella, en lo que efectivamente aconteció y no en lo que pudo ser. Sin embargo, la historia económica difícilmente se puede desentender de la historia política, en tanto que esta también apunta a sostener, desarrollar o reformar las bases de la sustentabilidad de la sociedad. Así acontece en Cuba. El decursar del capitalismo cubano de la primera mitad del siglo XX no solo es complejo, discontinuo y estructurado alrededor de la dependencia de Estados Unidos. Es también un ámbito de debate, de propuestas y contrapropuestas, a veces evidentes y otras veces subsu-midas en debates políticos. Esta confrontación trasunta la historia de Cuba entre 1902 y 1959, y es la que echamos de menos en el ensayo de Santamaría García.

La tercera parte de Historia de Cuba nos propone adentrarnos en la conformación y evolución de la sociedad cubana. Para ello nos presenta cuatro ensayos: "Esclavitud, 1510-1886" y "Sociedad, 1510-1770", de Alejandro de la Fuente; "Sociedad no esclavizada, grupos y vida cotidiana. Entre las reformas borbónicas y la independencia, 1770-1902", del historiador Joan Casanovas Codina; y "Sociedad, 1902-1959", del politólogo Vanni Pettina. En el ensayo de De la Fuente se aborda la esclavitud como un fenómeno social complejo. No se trata solo de una vasta comunidad cosificada y subordinada. Son hombres y mujeres que deben interactuar con la comunidad blanca, no obstante su asimetría con ella, para negociar sus condiciones de subordinación o para eventualmente lograr su libertad. En este sentido, es relevante que el autor destaque que la sociedad colonial cubana fue siempre una sociedad esclavista. Ello significa que siempre hubo esclavos, más allá de que fueran o no determinantes (como finalmente lo fueron, desde fines del siglo XVIII) dentro de la economía de la isla. El planteamiento no es menor si se toma en cuenta que parte de la historiografía cubana y antillana asocia el desarrollo de la esclavitud con la plantación azucarera, que por lo demás no siempre fue temprana, como en el caso de Cuba. Por otra parte, De la Fuente describe la diversidad que adquiere la esclavitud en la isla. Un número importante de esclavos trabajaba en las ciudades prestando servicios de todo tipo. Sobre una parte de ellos se ejerció una modalidad de esclavitud por la que se les transformó en una suerte de jornaleros. Este tipo de esclavo urbano debió laborar para pagar una renta a su dueño. Ello implicó por lo tanto que dichos esclavos llevaran en la práctica una vida como "libres", dentro de las restricciones de su cosificación. Si tenemos presente que dentro de las grandes ciudades desde el siglo XVI es distinguible la existencia de negros libres (y de esclavos "cimarrones" que escapaban a las ciudades y se hacían pasar por libres), pareciera entonces evidente que también tempranamente surge y se desarrolla una sociabilidad negro-blanca (especialmente en La Habana), que determina el gradual mestizaje de la sociedad. No obstante, será el desarrollo de la plantación el que va a desencadenar una entrada sin precedentes de esclavos a la isla. De la Fuente señala que en 1774 se estimaba que su número era inferior a 50 mil; sin embargo, en 1841 era superior a 400 mil. Para el autor, uno de los efectos de este crecimiento fue que el miedo al negro se incrementara dentro de la sociedad colonial blanca. Es cierto que el aumento de su número acrecentó las manifestaciones de insubordinación y resistencia por parte de los esclavos, sin embargo, nos parece que el temor blanco no solo obedecía a esta mayor rebeldía. La cosificación del negro requirió, además de elaborados mecanismos de control y represión, de una justificación ideológica. La sociedad cubana era, desde sus orígenes, hegemónicamente blanca. Ello significó que desde una perspectiva cultural, el poder colonial necesitó de la conformación de una cosmovisión de mundo donde la condición de ser blanco fuese parte de la superioridad de los que administraban y disfrutaban de la colonia. Al mismo tiempo, también era necesario generar dentro de esta cosmovisión un lugar para el individuo cosificado. Para los negros, dicho lugar no estuvo dado necesariamente por su condición de esclavo, sino por su predeterminación: el color de su piel. Por ser negro su lugar era necesariamente inferior, más allá de que fuera esclavo o libre. Dado que los esclavos de distintas maneras tendieron a buscar la libertad, ya fuese rebelándose o negociándola con su dueño, aun cuando alcanzaban la libertad continuaban ubicados dentro de la sociedad colonial en el rango de individuos inferiores desde la perspectiva del "blanco". De hecho, sobre los negros libres urbanos, no obstante tendieron a especializarse en labores artesanales y en algunos casos a ilustrarse, la sociedad blanca cubana desarrolló crecientes políticas de segregación, limitando su acceso a ciertas profesiones y potenciando en definitiva al racismo, componente imprescindible en la cosmovisión "blanca" hegemónica. Por lo tanto, siempre hubo en Cuba, desde su génesis como sociedad colonial, políticas y sensibilidades que apuntaron a ubicar al negro (fuera o no esclavo) en la condición de individuo inferior y necesariamente segregado y discriminado. Parte de este racismo, por supuesto, se estructuraba a partir del miedo, dado que sin importar su número, siempre hubo esclavos que intentaron rebelarse o, siendo libres, exigieron la abolición de las medidas que los segregaban. Si este temor llegó a su paroxismo con la Revolución haitiana (1791-1804), este nacía del racismo incorporado a la sociedad colonial cubana desde su fundación.

Por otra parte, el impacto del temor que desata la Revolución haitiana es retomado por Joan Casanovas, pero desde otra perspectiva: para este autor la rebelión de la isla vecina alineó a la élite cubana alrededor del poder colonial. Ello y la bonanza económica que caracteriza el inicio del siglo XIX en la isla, son parte de los componentes que determinan que permanezca al margen del proceso de independencia hispanoamericano. Sin embargo, lo que más llama la atención del ensayo de Casanovas es que intenta comprender las dinámicas que acontecen entre los sectores populares no esclavos cubanos. En un contexto en que la marea indepen-dentista del continente no alcanza a la isla, los procesos de gestación y desarrollo de la identidad cubana no se detienen. En el plano político el autonomismo, el anexionismo y el independentismo interpretan las contradicciones, intensidades y variables que atraviesan la conformación de la cubanidad que se desarrolla a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, Casanova comprende que en los procesos de construcción de identidades, la colonialidad también opera tensionando esta cuba-nidad en desarrollo. Ello se refleja en los sectores populares libres de la isla. El lugar de privilegio o de detrimento en que se ubican los sujetos del "bajo pueblo" dentro de la sociedad colonial influye en los términos de su cubanidad (y eventualmente en su adhesión a España). Aun cuando los individuos se encuentren muy cercanos a la base de la pirámide social (libre), es este lugar lo que los acerca o aleja de la cubanidad. Acontece así entre la incipiente clase obrera. En Cuba no será lo mismo ser seleccionador de tabaco, puesto ocupado predominantemente por españoles, que "torcedor" (el obrero que elabora el habano). Asimismo, las guerras de independencia escindirán a parte del mundo popular: serán de ese origen tanto los soldados del Ejército Libertador como la tropa que conforma a los "voluntarios" que combatían del bando español. En definitiva, la conformación de la identidad cubana en el contexto colonial decimonónico no será solo un ejercicio reflexivo y político asociado a las élites. Fue un proceso vivido por todos dentro de una cotidianidad llena de contradicciones, que llevaron a los sujetos populares a reali-nearse de distintas maneras ante una cubanidad a veces inconveniente, más allá de que en dos oportunidades terminara por canalizarse a través de sendas guerras de independencia.

Finalmente, el ensayo de Vanni Pettina comprende el período republicano de la historia de Cuba, hasta el triunfo de la Revolución. El autor destaca partic´ularmen-te el surgimiento y desarrollo de los sectores medios dentro de la sociedad cubana, un tema poco estudiado hasta ahora. La clase media cubana debe su surgimiento, como acontece en buena parte de América Latina, al Estado y al desarrollo de los aparatos administrativos que lo sustentan. Ella se potencia, además, gracias a las políticas de protección social que desarrollaron los gobiernos de Ramón Grau San Martín (1944-1948) y Carlos Prío Socarrás (1948-1952). No obstante, también Pettina plantea que esta clase media a inicios de los años cincuenta se encuentra en situación de descenso social. Reflejo de ello es el hecho de que hacia mediados de esa déc´ada los desempleados llegaban en Cuba a 665 mil personas; algo más del 30% de la fuerza laboral. Aunque el autor no se adentra en la Revolución cubana, aporta algunos elementos para comprender su génesis: la crisis social que atraviesa la sociedad cubana en los cincuenta y la fortaleza cultural y política que no obstante ha adquirido su clase media, de la que saldrán los principales líderes de la Revolución.

La cuarta parte del libro está dedicada a la política en Cuba. Nos propone los ensayos "Cuba en el contexto internacional", del historiador Josef Opatrny; "Organización político-administrativa y mecanismos del poder colonial, siglos XVI-XVIII", de la historiadora María Dolores González Ripoll Navarro; "La vida política entre 1780-1878", del historiador José A. Piqueras; "Un nuevo orden colonial: del Zanjón al Baire, 1878-1898", del historiador Luis Miguel García Mora; y "El desarrollo político, 1898-1962", de Vanni Pettina. Esta sección de Historia de Cubaes quizás la que mejor explica las complejidades y singularidades de la historia de la isla, aquellas que determinarán que siga un camino distinto al resto de las naciones latinoamericanas. Por una parte, tal como lo plantea el ensayo de Opatrny, la isla es en el largo tiempo objetivo permanente de intereses foráneos. Dentro del proceso de colonización de las Antillas, en los siglos XVI y XVII, es víctima de piratas, corsarios y del contrabando europeo. En el siglo XVIII es Inglaterra la que intenta conquistarla, de hecho en 1762 ocupa su parte occidental durante casi un año. En el siglo XIX es Estados Unidos el que abiertamente proclama su interés por la isla (a través de la llamada política de "la manzana madura", enunciada en 1823 por el secretario de Estado norteamericano John Quincy Adams). A mediados de siglo los estados del sur auspician acciones para su anexión (idea que encuentra eco en parte de la élite esclavista cubana). Finalmente, es en 1898 cuando Estados Unidos se decide a intervenir en Cuba, interrumpiendo su segunda guerra de independencia. De esa nueva ocupación nacerá en 1902 la república de Cuba, con una enmienda en su Constitución que autorizaba a Estados Unidos a intervenir en la isla con sus tropas si así lo aconsejaban sus intereses. Medio siglo después, ante la Revolución cubana, Estados Unidos establecerá un embargo económico vigente hasta ahora. Podríamos agregar, además, que a partir de 1959 la isla pasa a formar parte de los intereses de la extinta Unión Soviética. Ahora bien, ¿qué determina que Cuba, a lo largo de su historia, sea de manera relevante objeto de los intereses de otras naciones (casi siempre las más poderosas)? Y por otro lado, ¿cómo a pesar de estos intereses se sostiene como colonia español´a durante casi cuatro siglos y luego como república independiente? A la primera pregunta podríamos responder que la isla en los siglos XVI y XVII es ambicionada por la riqueza que genera para España. Pero también se trata de la isla grande de las Antillas, por lo que constituye un espacio enorme de potencial colonización para algunas naciones europeas (Inglaterra, Francia, Holanda), que por entonces solo ocupan las Antillas Menores. Para la Inglaterra del siglo XVIII también Cuba representa una fuente de riqueza, sobre todo por su potencial azucarero, pero además es relevante por su ubicación. Ella es "la llave del Golfo"; quien la controle, controlará el paso del creciente comercio entre el Atlántico y el Pacífico. Así también lo entiende Estados Unidos en el siglo XIX. Pero esta nación además colocará a Cuba en el centro de su gradual y consistente política de expansión económica y política sobre América Latina. Finalmente, en el siglo XX, al transformarse Cuba en el primer país socialista del hemisferio occidental, se constituye en el objetivo a destruir para Estados Unidos y en una pieza clave para la Unión Soviética, en el contexto de la Guerra Fría. No obstante, la respuesta a la segunda pregunta nos parece que es más compleja. Creemos que en parte la encontramos en los ensayos que siguen al de Opatrny.

Tanto González Ripoll como Piqueras relevan el proceso por el cual, a pesar de los intereses foráneos que convergen en Cuba, gradualmente esta se constituye en una sociedad colonial con élites muy conscientes de la relevancia del territorio que dominan, tanto a escala local como regional. Dicha conciencia es compartida por España. Ello, a nuestro modo de ver, se refuerza por la capacidad de negociación que despliegan los criollos y la metrópoli respecto a sus conflictos de intereses económicos y políticos, y les permite enfrentar, más o menos mancomunados, los embates que provienen del exterior. De hecho, más allá de las ambiciones externas, entrado el siglo XIX élites y metrópoli negocian distintas formas de reacomodo de su desigual relación (ya que se da en un marco colonial). El reformismo y el autonomismo cubano encuentran espacios de diálogo en determinados momentos con las autoridades españolas. Incluso ante la primera guerra de independencia (1868-1878), España mantiene canales abiertos para la negociación con los rebeldes (quizás con lo único que la metrópoli se mostróinclaudicable fue con el anexionismo). No es extraño que el fin de ese primer esfuerzo emancipador culmine con una capitulación pactada entre la metrópoli y los insurrectos. Terminada esa guerra, para García Mora mayores espacios de libertad política se abren en la isla, donde se manifiestan autonomistas (liberales) e integristas (españolistas) en diálogo con España. No es que en esta etapa desaparezca el independentismo. Al contrario, sigue vigente, en la clandestinidad o en el exilio. Hacia mediados de los ochenta se conspira nuevamente y comienza a adquirir relevancia la figura de José Martí. En 1892 surge el Partido Revolucionario Cubano, encabezado por Martí, que poco a poco reúne a la inmensa mayoría de los independentistas. El sello de este partido y de su principal dirigente no es solo su aspiración separatista. Para Martí, que percibe claramente las intenciones expansionistas de Estados Unidos sobre su patria, la nueva guerra de independencia (que se iniciará en 1895) debe ser también el freno que detenga dicha expansión. Un deseo infructuoso, pues finalmente Estados Unidos interviene en 1898 sobre la isla y sobre la nueva guerra de independencia. Como lo plantea Vanni Pettina, el efecto de esta nueva ocupación es que Cuba nace en 1902 a la vida independiente con su soberanía condicionada. Estados Unidos introduce en su Constitución la "Enmienda Platt", por la que la nueva república concede a su vecino, además del territorio de la bahía de Guantánamo (para que instale una "base carbonera"), el derecho a intervenir militarmente sobre ella si así lo considerase conveniente. De hecho, así lo hace en 1906 y 1917. Claro está, no es que la nueva república carezca de una dinámica política propia. Como lo reseña Pettina, cierto caudillismo, que se canaliza a través de los partidos liberal y conservador, caracteriza sus primeros años. Las tensiones se agudizan entre los sectores más desposeídos y discriminados (que en su mayoría son negros) y las élites. Luego hay un momento de inflexión política con la crisis del año de 1933, que lleva a la caída de la dictadura de Gerardo Machado y abre una etapa de democratización de la política cubana. Pero todos estos procesos se desarrollan siempre bajo el ojo vigilante de Estados Unidos, que inicialmente se apoya en la "Enmienda Platt", y a partir de 1933 en la "política del buen vecino". A partir de 1940 una nueva Constitución permite la irrupción de nuevos partidos, donde los sectores medios tienen un peso relevante. Pero la crisis social de los años cincuenta y la corrupción generan nuevamente una crisis de gobernabilidad que será resuelta en 1952 con un golpe de Estado encabezado por Fulgencio Batista (una figura relevante ya en la crisis de 1933). La resistencia a la dictadura de Batista la va a encabezar el Movimiento 26 de Julio, dirigido por Fidel Castro. Finalmente, con la expulsión de Batista se inaugura la Revolución cubana, que lleva a un vuelco radical en las relaciones de la isla con su vecino del norte. Si el siglo XX se había inaugurado para Cuba bajo la supervisión armada de Estados Unidos, a partir de 1959 nuevamente debe enfrentar el carácter imperial de su vecino. La respuesta cubana a las agresiones e intentos de desestabilización que a partir de entonces despliega Estados Unidos será un fuerte nacionalismo, que apelará a la vindicación de la propia historia de la isla. En el contexto de la Guerra Fría, con el apoyo interesado de la Unión Soviética, Cuba, como en tiempos de la Colonia, como durante su segunda guerra de independencia, apostó a defender su soberanía, en medio de un precario equilibrio entre los enormes poderes que ambicionaban controlarla.

La quinta parte de Historia de Cuba propone un panorama de la historia de la cultura y la ciencia en la isla. Encontramos esta vez los ensayos "Apuntes para una historia intelectual", del filósofo e historiador Rafael Rojas; "Literatura", de la filóloga Françoise Moulin-Civil; "Prensa y Cine", de la historiadora María Dolores González Ripoll Navarro; "La arquitectura, las artes plásticas y la música en la cultura cubana", de la historiadora y documentalista Zoila Lapique Becali; y "Ciencia", de los historiadores de las ciencias Leida Fernández Prieto y Armando García González. Los cinco ensayos presentan un recorrido muy documentado acerca de la producción cultural de Cuba. De su lectura resulta evidente que cada ámbito de esta producción está marcado en su evolución por las fuertes y sistemáticas tensiones políticas que atraviesan la historia de la isla. Así, la literatura se enlaza con los procesos de construcción de la identidad cubana en el siglo XIX, como con la decepción ante la república que nace tras la ocupación norteamericana. También la literatura que se desarrolla con la Revolución se debate entre la adhesión militante, la autonomía creativa, el desencanto y la disidencia (esta última casi siempre en el exilio). Lo mismo acontece con la prensa. Llama la atención la creciente abundancia de periódicos y revistas que caracterizan los siglos XIX y XX cubanos, que canalizan la opinión y la crítica. Aun bajo la Revolución (que lleva a la desaparición de la prensa "burguesa"), sobre todo en la década de los sesenta, se encuentran revistas de crítica y reflexión (aunque enmarcadas en el "proceso revolucionario"). Es cierto que a partir de los setenta la prensa cubana cambia, y queda más al servicio de la información partidista y la "educación de las masas", sin embargo, también renacen o se reformulan en los ochenta publicaciones críticas, sobre todo en el ámbito cultural. Distinto es, a nuestro parecer, lo que acontece con el cine cubano en el contexto de la Revolución. Su tendencia, más que a la complacencia con el sistema político, es la de reflejar sus contradicciones y tensiones, desde la ficción. Por otra parte, si el cine conserva una cierta autonomía respecto al sistema y sus discursos, ello resulta mucho más marcado en la plástica, la arquitectura y la música. Estas tres manifestaciones tienen además raíces en los siglos XVII y XVIII, donde ya son expresión del naciente criollismo cubano. Finalmente, en cuanto al desarrollo de la ciencia en la isla, llama la atención el esfuerzo que se realiza, en el contexto de la Revolución, por generar una producción científica propia, que al menos durante cierta etapa (años ochenta) supera las capacidades latinoamericanas en ese ámbito.

Ahora bien, si como hemos dicho, el arte y la literatura cubana interactúan con las tensiones y derivaciones de los procesos políticos que acontecen en la isla, el primer ensayo, de Rafael Rojas, quiere hacer un balance de la conducta de los actores de la creación cultural cubana frente a estas tensiones y derivaciones, especialmente en el contexto de la Revolución. Para este autor con la Revolución se inicia la institucionalidad soviética de la cultura. El orden revolucionario prima sobre la creación. Ella está sujeta a la crítica guevarista de que los intelectuales no son "genuinamente revolucionarios". Rojas reconoce que existió un debate acerca de la cultura a fines de los sesenta, pero este sería la expresión del choque entre estalinismo y heterodoxia, y los mejores ejemplos serían el llamado Caso Padilla (la detención en 1971 del escritor Heberto Padilla y su posterior "autocrítica" ante los intelectuales cubanos alineados a la Revolución) y el "Congreso Nacional de Educación y Cultura" de 1971, donde Fidel Castro hizo una fuerte crítica a los intelectuales latinoamericanos y europeos que cuestionaban el proceso revolucionario. A nuestro modo de ver, es cierto que especialmente en los años sesenta entre la comunidad intelectual cubana hay una aguda discusión acerca del rol de la cultura en el contexto de la Revolución. Este debate aparentemente se cierra con el llamado "quinquenio gris" (aproximadamente entre 1971 y 1976), período en que el Estado inhibe la producción artística y literaria que no contuviera un mensaje explícito de adhesión a la Revolución, y que significó para los creadores homosexuales su marginación del sistema cultural y a veces la prohibición de sus obras. Sin embargo, Rojas no profundiza en las múltiples razones (que no solo eran "ideológicas") que motivaron los debates y el propio "quinquenio gris". Más aún, al detener su análisis a fines de los setenta deja la sensación de que todo termina mal para los intelectuales cubanos. Cabría señalar que, por un lado, buena parte de los intelectuales enfrentó los discursos dogmáticos alrededor de la cultura y defendió su derecho a la creación sin moldes preconcebidos. En rigor, dicho enfrenta-miento terminó con el abandono de los discursos esencialistas por parte del Estado a fines de los setenta. La propia creación intelectual y artística posterior así lo muestra (y lo muestran también algunos de los ensayos que vienen a continuación del de Rojas). A mediados de esta década esta misma comunidad intelectual sometió a una fuerte crítica el llamado "quinquenio gris". Por supuesto, no se trata de afirmar que en Cuba existe hoy la más amplia libertad para la creación, pero sí creemos que los procesos de discusión alrededor de la cultura en la isla son bastante más complejos de lo que los presenta Rojas; complejidad, por cierto, que no significa que todo esté ganado a favor de la libertad de creación.

Finalmente, la sexta parte de Historia de Cuba nos propone adentrarnos en la historia económica y social de la Revolución. Para ello contiene un único ensayo: "Historia y evaluación de medio siglo de políticas económico-sociales en Cuba socialista", del abogado y economista Carmelo Mesa-Lago. El autor, en un ensayo rico en información, identifica a lo menos nueve ciclos en la historia económica de la Revolución cubana, que divide en "idealistas" (o antimercado) y "pragmatistas" (u orientados al mercado). Aunque pudiera ser cuestionable esta segmentación (y los conceptos asociados), refleja la tensión que se genera entre los distintos ensayos que se realizan en la isla para dar sustentabilidad económica al socialismo a lo largo de cincuenta años. Carmelo Mesa-Lago no desconoce los efectos en la isla del fin del socialismo real (europeo y soviético), así como las consecuencias del embargo norteamericano, especialmente a partir de su endurecimiento en 1996, cuando el Congreso de Estados Unidos aprueba la Ley Helms-Burton. Sin embargo, el autor no oculta sus simpatías por los ciclos "pragmatistas", ya que para él resultan los más (moderadamente) exitosos dentro de la historia económica de la Revolución. Al contrario, considera que el "exagerado igualitarismo" se encuentra a la base del fracaso de los ciclos "idealistas". Por otra parte, todo el ensayo está atravesado por su convicción de que Fidel Castro es la razón y causa del freno a los proyectos "pragmatistas" que se implementan, y aventura que su muerte permitiría al fin iniciar una etapa de cambios económicos y políticos. Es indudable la gravitación de la figura de Castro en el acontecer social, político y económico de Cuba, pero nos parece un reduccionismo adjudicarle solo a él todas las razones y sinrazones de la Revolución cubana, y más aún en su compleja economía. En muchos aspectos es este un ensayo discutible, sin embargo, su mayor debilidad se encuentra en este reduccionismo.

En resumen, Historia de Cuba es un libro documentado, donde sus quince autores escarban en aspectos poco conocidos o polémicos, desde la perspectiva de la historia de la isla. Por ser polémicos, cada ensayo invita a la discusión y eventualmente a la crítica académica. Son estas buenas razones para leerlo y tenerlo a mano para su consulta.